26/10/2017
EL LARGO PROCESO PARA LA CANONIZACIÓN DE LOS RESTOS DEL DR. JOSE GREGORIO HERNANDEZ
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Médico – Cartujo – Seminarista – Médico |
Del matrimonio formado por Benigno
Hernández y Manzaneda y Josefa Antonia Cisneros, nació el 26 de octubre
de 1864 en el pueblito andino de Isnotú un niño al que bautizaron como
José Gregorio, su padre se dedicaba al comercio y su madre a labores del
hogar.
Por línea materna este niño
descendía del famoso cardenal Francisco Jiménez de Cisneros quien fuera
confesor de Isabel la Católica, fundador de la universidad de Alcalá y
gran impulsor de la cultura en su época. Por vía paterna José Gregorio
se emparentaba con Francisco Luís Febres Cordero Muñoz, eminente
educador y escritor, miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, y
correspondiente de la Real Academia de la Lengua Española.
Su madre, una mujer muy devota
falleció cuando él tan solo tenía ocho años pero dejo impregnada en la
personalidad del infante una fuerte religiosidad. Al alcanzar la
adolescencia se traslada a la ciudad de Trujillo para estudiar el
bachillerato en el Colegio Federal de Varones. Su primer maestro, Pedro
Celestino Sánchez quien regentaba una escuela privada en Isnotú, notaría
muy pronto las habilidades e inteligencia del pequeño por lo que señaló
a su padre que debía aprovechar las cualidades del niño recomendándole
que lo enviara a la capital del país.
Con trece años cumplidos el joven
estudiaba en el colegio Villegas de Caracas, allí obtuvo en 1884 el
título de bachiller en Filosofía. Cuenta Guillermo Tell Villegas regente
del famoso colegio que José Gregorio era poco dado a jugar con sus
compañeros y prefería pasar el tiempo libre en compañía de libros. A
corta edad ya conocía a los clásicos y se auto impuso con mucha
disciplina la obtención de una vasta cultura enciclopédica.
A los 17 años ingresa a la
Universidad Central de Venezuela para estudiar leyes pero el padre
conociendo la natural inclinación de su hijo por ayudar a los demás lo
anima a emprender la carrera de Medicina, éste lo hace ingresando por
Biología. Al graduarse de médico el 29 de junio de 1888, José Gregorio
Hernández era dueño ya de inconmensurables conocimientos. Hablaba
inglés, francés, portugués, alemán e italiano y dominaba el latín; era
filósofo, músico y tenía además profundos conocimientos de teología.
Para cumplir la promesa hecha a su madre y con el deseo personal de
ayudar a sus paisanos se traslada a ejercer la medicina en su pueblo
natal.
El 30 de julio de 1889 regresa a la
capital para dar comienzo a una brillante labor científica. Ese mismo
año el Presidente de la República, Dr. Juan Pablo Rojas Paúl decide
enviarlo a hacer el postgrado en las universidades de París y Berlín con
el objetivo de que estudiara teoría y práctica en las especialidades de
microscopia, histología normal y patológica, bacteriología y fisiología
experimental; para tal fin le fue otorgada una beca de 600 bolívares
mensuales.
Estando en Europa fallece su padre
quien le deja en herencia algunos bienes que él de manera desprendida
decide traspasar por completo a los hijos de su hermana María Sofía.
Regresa en 1891 para dedicarse a enseñar todo lo que había aprendido y
funda algunas importantes cátedras en la Universidad Central de
Venezuela. Su clientela crece día a día a la par que crecía su prestigio
como científico llegando a tener la más amplia lista de pacientes en
Caracas.
En el campo filosófico Hernández se
declara partidario del creacionismo, imbuido por un fuerte espíritu
religioso que lo llevaría años más tarde a intentar consagrarse a la
vida monástica. En 1907 con 43 años cumplidos y luego de haber prestado
importantes servicios a su patria, el Dr. José Gregorio Hernández
comunica a Monseñor Juan Bautista Castro, Arzobispo de Caracas, su
decisión de entregarse en cuerpo y alma a la vocación religiosa, éste
que por muchos años había sido consejero espiritual del médico, muestra
ciertas reservas pues considera que aún eran muchos los servicios que
podía prestar al país en su condición de científico.
Finalmente decide aprobar su
vocación y lo envía al convento de la orden de San Bruno en La Cartuja
de Farneta cercana al pueblito de Lucca en Italia. Allí luego de cumplir
con los protocolos de admisión fue aceptado bajo el nombre de Hermano
Marcelo el 29 de agosto de 1908, siéndole asignada una de las celdas
donde debía observar rigurosas normas y someter al cuerpo a constantes
mortificaciones, entre ellas privarse de comer o beber por días enteros,
evitar por completo el contacto con otros seres humanos incluyendo a
sus propios hermanos religiosos, soportar temperaturas de varios grados
bajo cero pues no podía procurarse en modo alguno ninguna forma de calor
mientras estuviese en la celda como novicio. Todo esto llevó a que Fray
Marcelo, pese a estar espiritualmente motivado, tuviera que desistir
pues su salud se vio gravemente comprometida.
El maestro de novicios Ettienne
Arriat, consideró prudente y así lo recomendó al Padre General de la
Orden, que Fray Marcelo volviera a ser el doctor José Gregorio Hernández
y que regresara a Venezuela para recuperar totalmente la salud. Por esa
razón, y contra su voluntad, José Gregorio se vio precisado a dejar los
hábitos y a abandonar la Cartuja de Farneta ocho meses después de haber
ingresado en ella.
El 21
de abril de 1909, el vapor “Cittá di Torino” dejaba en el puerto de La
Guaira a un abatido José Gregorio quien temeroso de las burlas que lo
podían esperar en Caracas, prefirió pasar la noche en una pensión de la
calle Los Baños en Maiquetía. Desde allí escribió y envió una carta a su
dilecto hermano César en la que explicaba a la familia el motivo de su
regreso y sus planes inmediatos. En líneas escuetas contó que un mes
antes, el Superior de los Cartujos le había comunicado que no podía
admitirlo por no tener vocación para la vida contemplativa, que su lugar
estaba en la vida activa por lo que le recomendaba ingresar en la orden
de los Jesuitas o que se hiciera sacerdote secular. En la parte final
de la carta le decía al hermano que le había escrito al Arzobispo de
Caracas, pidiéndole que lo recibiera en el seminario y le pidió que
fuera a ver al prelado para saber qué decisión había tomado.
Al enterarse de que la respuesta
había sido positiva, José Gregorio subió de incógnito a la capital y se
instaló en el seminario. El 24 de abril, el diario La Religión anunciaba
con bombos y platillos el regreso al país del doctor Hernández e
informaba a sus lectores que éste había sido recibido en el Seminario
Mayor de Caracas. Esto provocó una verdadera avalancha de visitantes que
alteró grandemente la cotidiana paz del recinto. Familiares, amigos,
estudiantes de medicina, antiguos pacientes y colegas querían pasar a
verle para testimoniarle su afecto y respeto.
Mas, la llegada del médico, ahora
seminarista, revivió en la ciudad el debate que se dio meses antes,
cuando éste partió a la Cartuja de Farneta, sobre cuál debía ser el
lugar a ocupar por tan eminente personaje, si la universidad como
profesor titular o la iglesia. El doctor Luis Razetti, quien siempre fue
gran amigo de Hernández pese a no compartir sus ideas, lideró el debate
por parte de la ciencia. Este otro sabio preguntó:
“¿Donde es más útil a la sociedad,
en el laboratorio o en el seminario? Nadie tiene el derecho a censurar
el acto en sí realizado por el doctor Hernández pero todos debemos
lamentar su extrema decisión porque sustrae a nuestra actividad un
elemento útil (…) apaga en la universidad una luz y resta una
inteligencia en el concierto de las actividades científicas del país”.
Atendiendo aquellas razones, de la forma más inteligente, el Arzobispo, Monseñor Juan Bautista Castro aconsejó a Hernández:
– Usted debe volver a la universidad. La juventud lo necesita.
José Gregorio más por un acto de
obediencia que por deseo, accedió a volver a la vida civil. A los pocos
días estaba dando clases en la universidad y participando en
investigaciones científicas, pero con el secreto propósito de reintentar
su ingreso en alguna otra orden monástica. Es por ello que, sin que
casi nadie lo supiera, buscó empleo como oficial de carpintería en un
pequeño taller ubicado entre San Isidro y Monte Carmelo.
Todas las tardes, al salir de la
universidad, el hombre se dirigía a orar en la Santa Capilla, luego con
paso ligero cruzaba la avenida Este 1 (actual avenida Urdaneta) en
dirección norte. Subía a pie hasta San José del Ávila y una vez en la
carpintería, apartaba sombrero y saco, se arremangaba la camisa, cogía
un serrucho y ponía manos a la obra. Sabía que su fracaso como Cartujo
se debió fundamentalmente a la falta de fuerzas físicas y con esto
esperaba acostumbrar a su débil cuerpo a las labores rudas.
En 1913 se registró su tercera
tentativa, Corrió el rumor en Caracas de que el doctor Hernández se
había embarcado para Roma con la intención de ingresar en el Colegio Pío
Latino Americano, pero poco tiempo después sus paisanos se enteran con
alarma de que el médico se encuentra sumamente grave. En efecto, una
seria dolencia que lo puso al borde de la muerte, marcó su tercer
fracaso. El consejo fue el mismo de las veces anteriores: Regresar a la
vida laica y desde allí servir al señor. Así que decidió entonces llevar
una existencia simple y en oración al lado de su hermana Isolina y
ayudando como médico a sus pacientes más necesitados.
Así lo encontramos en junio de 1919 cuando el lamentable accidente le quitó la vida.
La mala noticia
César
Hernández y su hijo Ernesto conversaban con Isolina, en la misma salita
donde minutos antes les esperaba José Gregorio, la mujer les comunicó
que el doctor había tenido que salir precipitadamente a ver a una
anciana que estaba grave.
De pronto repicó el teléfono, Isolina colocó la bocina en la oreja al tiempo que saludaba. César la vio palidecer.
– ¿Cómo? ¿Qué a José Gregorio lo estropeó un automóvil?
La familia entera salió en
dirección del hospital Vargas para obtener noticias, cuando llegaron
supieron que estaba muerto con solo ver la grave expresión en el rostro
de las personas que lo habían llevado.
Como causa del deceso se señaló
fractura en la base del cráneo. El velatorio que en un primer momento
decidió la familia realizar en el número 57 de Tienda Honda a Puente
Trinidad terminó llevándose a efecto en el paraninfo de la Universidad
Central de Venezuela donde miles de caraqueños acudieron a rendir sus
respetos al querido y admirado médico. El 30 de junio, día de las
exequias la ciudad se paralizó. El cortejo fúnebre que partió a las 4 de
la tarde no pudo llegar al cementerio sino a las nueve de la noche. Era
tal el mar de gente que lo acompañaba. Su tumba quedó tapada por una
montaña de flores como tributo de un pueblo que le admiraba y agradecía
todo el bien que aquel sabio obsequió con humildad y desprendimiento.
El juicio de Fernando Bustamante
El jueves 3 de julio de 1919, el
juez Alejandro Sanderson decretó la detención en la cárcel pública de
Fernando Bustamante de acuerdo con lo previsto en el artículo 151 del
Código de Enjuiciamiento Criminal. El día 4, el indiciado y varios de
los testigos rindieron declaración. Desde el principio todos
coincidieron en señalar que el suceso se debió a un infortunado
accidente y que no había habido de parte del acusado intención alguna de
causar daño.
El proceso continuó todo aquel mes.
El día 30, el señor Ramón Gómez Valero, Fiscal del Ministerio Público
dirigió un oficio al juez Sanderson por el que la Fiscalía imputaba a
Bustamante el delito de homicidio por imprudencia y solicitaba la pena
corporal correspondiente. El primero de agosto, los miembros de la
familia Hernández enviaron un escrito al juez en el que aclaraban que
ellos no solicitaban castigo alguno para Fernando Bustamante pues
estaban convencidos de que el suceso en el que pereció el doctor
Hernández se debió a un accidente, sin intención delictuosa. Creían que
lo sucedido aquella tarde del domingo 29 de junio, era la voluntad de
Dios y se conformaban con acatar el designio divino.
El noble gesto de la familia del
médico llevó al fiscal a rectificar su pedido. El 17 de noviembre envió
un escrito al juez de la causa en el que exponía su convicción de que no
existía culpabilidad alguna en Fernando Bustamante y por lo tanto pedía
respetuosamente que el veredicto fuera absolutorio. El 2 de diciembre
de 1919 el expediente que constaba de 55 folios fue remitido a la Corte
Superior Penal. Finalmente el 11 de febrero de 1920, la Corte confirmó
la absolución que se había dado días antes en primera instancia, y
dispuso que se librara la respectiva libreta de excarcelación.
El acusado estaba libre, pero la
terrible imagen del momento en que dio muerte a su amigo José Gregorio
lo acompañaría como una pesadilla por el resto de su larga vida.
Fernando Bustamante rindió su último aliento el 1° de noviembre de 1981,
tenía 90 años. Su muerte ocurrió el día que la iglesia católica reserva
a todos los santos.
El largo camino a la santidad
Si para Bustamante terminaba un
proceso, para el doctor Hernández empezaba otro: el de la canonización.
Su filantropía y honda vocación religiosa quedaron grabadas en el sentir
del pueblo, que lo hizo objeto de culto y veneración. Desde el día en
que se le inhumó un incesante peregrinar llegó a su tumba. La llama de
la fe silvestre incendió la pradera; unos y otros referían experiencias
de curación a través de José Gregorio. Al crecer la fama de santo y
milagroso las visitas se multiplicaron. Miles iban a pedir algún favor o
a pagar uno ya cumplido.
En 1949 la iglesia puso en marcha
el proceso de beatificación, que pese al manifiesto deseo de la
feligresía por un pronto y feliz desenlace, habría de tropezar con
serios obstáculos. Algunos de ellos los conoceremos en las siguientes
líneas; pero antes veamos como comenzó todo.
La familia del doctor Hernández
decidió publicar un libro que llevara al público más luces sobre la vida
y obra del célebre médico; de escaso tiraje pero de profundo interés
histórico, aquella obra se agotó rápidamente produciendo entre los
lectores y Ernesto Hernández Briceño, responsable directo de la
publicación, un inmediato “feed back”. Cientos de cartas llegarían a sus
manos, entre ellas una, que además del esperado agradecimiento contenía
una oración en la que se pedía la ayuda de Dios para obtener la pronta
beatificación de José Gregorio.
El autor de la misiva, quien quiso
quedar en el anonimato, solicitó a Ernesto hacer las diligencias que
fueran necesarias para que aquella oración fuese aprobada por la persona
competente. Ernesto Hernández Briceño llevó la carta con la plegaria
ante Monseñor Manuel Pacheco, Pro Vicario General de Caracas y Rector de
la Santa Capilla para que este a su vez consultara el parecer del
Arzobispo de Caracas, monseñor Lucas Guillermo Castillo. Se acordó
entonces que el presbítero Francisco Maldonado explicara a Hernández
Briceño cómo redactar un escrito dirigido a la Sagrada Congregación de
Ritos de Roma solicitando de su Santidad instruir, si lo tenía a bien,
la causa de beatificación del doctor Hernández. Aquella carta, previa
aprobación del Arzobispo, salió a Roma el 19 de marzo de 1948.
Un año y tres meses después, el 15
de junio de 1949, el Arzobispo de Caracas nombró un Tribunal delegado
que habría de llevar la causa y designó al padre Antonio de Vegamián
como postulador de la misma. El 19 de junio el diario La Religión
publicó un edicto que informaba a los miembros de la iglesia y a la
ciudadanía de que se había dado inicio a la Primera Fase de
Investigación Diocesana. El decreto exhortaba a toda persona que
conociera y tratara en vida al doctor Hernández a entregar al promotor
de la fe un relato breve de sus experiencias, así como cualquier texto
manuscrito o impreso que poseyera del sabio. Asimismo se pedía a
aquellos que tuvieran algo que decir en contra de las virtudes y
milagros atribuidos a José Gregorio que notificaran sus reparos y se
sirvieran declarar ante el Tribunal Instructor de la Causa.
Ocho días después, el lunes 27 de
junio a las cuatro de la tarde, se congregó por vez primera en el
Palacio Arzobispal el Tribunal colegiado designado para entender de la
causa de beatificación. Las crónicas de aquel día relatan que antes de
comenzar la sesión, el Arzobispo invitó a los presentes a su oratorio
particular donde en medio de profusión de flores y luces entonó el himno
del “Veni Creator” al Espíritu Santo. Acto seguido pasaron al salón del
Trono en el que se verificó la reunión del Tribunal, con todas las
formalidades del caso. Se ratificaron las designaciones, se juramentó a
los miembros y se comisionó al Padre Postulador para que se abocara con
presteza a recabar los escritos atribuidos al doctor Hernández, a quien
desde ese día titularían “Siervo de Dios”. Se fijó un plazo de tres
meses para la presentación de los escritos, se aprobó el uso de la
oración para invocar el auxilio de Dios a favor de la pronta
beatificación y se ordenó la impresión de 10.000 ejemplares de la misma.
El 29 de junio de 1949, a treinta años de la muerte del sabio, se publicó por vez primera en “La Religión” la famosa plegaria.
El 19 de septiembre de aquel año,
el padre Antonio de Vegamián solicitó al Arzobispo que se comenzara a
instruir el proceso ordinario. Para la primera fase de investigación se
escogieron 39 testigos, entre los que destacaban los doctores Vicente
Lecuna, José Izquierdo, J.M Nuñez Ponte y Pedro del Corral. Los
testimonios debían ser hechos bajo juramento y tendrían valor probatorio
de carácter judicial.
Lamentablemente, el proceso que en
un primer momento se evacuó con cierta diligencia tuvo una importante
interrupción que se extendería por más de 8 años. En aquella parálisis
convergieron varios motivos; tal vez el más importante de ellos, una
disputa personal entre el arzobispo de Caracas monseñor Lucas Guillermo
Castillo y su asistente, el entonces Vicario General Nicolás Eugenio
Navarro; este último expuso serias objeciones a la causa de
beatificación del doctor Hernández, movido según quienes lo conocieron,
por el resentimiento que sentía en contra de monseñor Castillo.
Navarro alegaba no haber sido
consultado sobre aquel importante asunto; criticó acremente la
designación de Vegamián como Postulador y restó meritos a la figura del
doctor Hernández, a quien no consideraba con la suficiente talla
histórica ni espiritual, recordó su fracaso como cartujo e hizo notar su
extravagancia en el vestir, además señaló que “entre sus discípulos se
podían contar varios que se distinguían por su impiedad”.
Esas objeciones no podían ser
ignoradas por provenir de un alto prelado de la iglesia y se
incorporaron al expediente en donde estarían haciendo contrapeso por
varios años. Ahora bien ¿Qué podía motivar a monseñor Navarro, quien
conoció personalmente a José Gregorio y acudió a elogiarle en su tumba, a
presentar ahora tan duras objeciones? Quienes lo conocieron afirmaban
que el encono sentido hacia Lucas Guillermo Castillo y que rebotó contra
el postulado, tenía su origen en el hecho de no haber sido electo
Arzobispo de Caracas, uno de sus más anhelados deseos.
Nicolás Eugenio Navarro en el que
hay que reconocer a uno de los más importantes personajes de la iglesia
católica y de la historiografía nacional fue postulado en cuatro
ocasiones al cargo de Arzobispo; sin embargo, por razones que escaparon a
su control, enmarcadas en luchas intestinas de la curia metropolitana,
jamás llegó a ser electo, pese a reunir incuestionables meritos. Para
entender bien esto es necesario que nos remontemos a uno de los más
sombríos periodos de la iglesia venezolana.
A raíz de la muerte del Arzobispo
de Caracas monseñor Juan Bautista Castro, el 7 de agosto de 1915, se
puso por primera vez sobre la mesa el nombre de Navarro como candidato
al arzobispado. Su postulación la apoyaba el presidente provisional
Victorino Márquez Bustillos, además de Navarro fue propuesto el
presbítero Buenaventura Núñez quien ejercía para la época de Vicario
Capitular, a este le apoyaba el internuncio Carlo Pietropaoli; pero como
desde el 24 de diciembre de 1899 (fecha del nombramiento de J.B. Castro
como Vicario General) sectores de la iglesia en Caracas se mantenían en
permanente conflicto por el control de la Arquidiócesis, ambas
candidaturas fueron desechadas a favor de un foráneo, el presbítero
Felipe Rincón González.
Vale decir, antes de continuar, que
aquel enfrentamiento entre el Cabildo Metropolitano y la Arquidiócesis
llevó incluso a monseñor Juan Bautista Castro a denunciar el 19 de
febrero de 1906 ante el entonces presidente de la república, Cipriano
Castro un intento de asesinato en su contra. Dejemos que sean sus
propias palabras las que nos den luces sobre tan terrible hecho:
“Una mano enemiga puso ayer en la
vinajera del vino con que iba a celebrar la Santa Misa, una buena
cantidad de nitrato de plata, con la intención, sin duda, de envenenarme
o de causarme grave daño. El autor de esta maldad que llega hasta el
crimen no es ninguno de los que viven conmigo en el palacio: de esto
estoy completamente seguro. Conocí el hecho en el acto de tomar el
nitrato en la Misa, que yo creía que era el vino consagrado: nada me ha
sucedido, a Dios gracia, porque esa sustancia no perjudica sino en muy
grande cantidad, según me han dicho los médicos, pero imagínese Ud. cual
habrá sido mi impresión y mis tristes pensamientos” (Extracto de carta de monseñor Juan Bautista Castro al presidente Cipriano Castro, fechada el 19 de febrero de 1906).
Siendo entonces que Nicolás Navarro
fue uno de los más fieles acólitos de monseñor Castro, no se consideró
prudente seguir apoyando su candidatura a la sucesión y se optó por la
fórmula antes citada.
Sin embargo el gobierno diocesano
de Felipe Rincón González no estaría tampoco exento de problemas
originados en el viejo deseo del Cabildo de tomar control de la
Arquidiócesis y terminó siendo víctima de una denuncia en torno al
presunto manejo irregular de las finanzas para lucrarse y favorecer a
familiares. Las acusaciones, que llegaron a ser procesadas por el
vaticano, salpicaron a monseñor Navarro, quien por mera casualidad se
enteró de aquel asunto. El hecho es que monseñor Basilio De Sanctis,
encargado de negocios de la nunciatura, implicó a Navarro como cómplice
del Arzobispo Rincón González en el pretendido manejo turbio de las
finanzas. Esta acusación terminaría afectando, como lo veremos en los
siguientes párrafos, una futura candidatura de monseñor Navarro a la
vicaría general con derecho a sucesión.
En junio de 1937 el Arzobispo de
Caracas, Felipe Rincón González, ante la fuerte presión anímica que
vivía por las investigaciones a las que era sometido, propuso a monseñor
Nicolás Navarro como Vicario General y coadjutor, solo que al mismo
tiempo el nuncio Luigi Centoz, presentó el nombre del presbítero Pedro
Pablo Tenreiro.
Monseñor Rincón González rechazó
aquella propuesta y envió un telegrama a su santidad en Roma solicitando
el visto bueno para la candidatura de Navarro. La respuesta a aquel
telegrama jamás llegó. Aparentemente el hecho de haber sido enredado en
la presunta malversación de bienes de la arquidiócesis impidió que el
vaticano aprobara la candidatura de monseñor Nicolás Navarro.
En 1961 luego de un feliz
interludio para la feligresía católica por el nombramiento de José
Humberto Quintero como primer cardenal de Venezuela, la Sagrada
Congregación de Ritos autorizó por decreto la apertura de un proceso
informativo adicional en el que se evaluarían las observaciones
formuladas por monseñor Nicolás Navarro en contra de la beatificación.
El 24 de julio el Cardenal Quintero designó el tribunal que se
encargaría de instruir ese proceso. Ese tribunal interpeló a 7 testigos y
encargó a monseñor Jesús María Pellín la elaboración de una biografía
psicológica de monseñor Navarro, en esta el conocido director del diario
“La Religión” concluyó que pese a ser Navarro un hombre de singular
talento, era a la vez una persona de carácter difícil y amargo, soberbio
y crítico acérrimo de todo proyecto que no emprendiera él mismo.
Finalmente, el 16 de octubre de
1961 el tribunal diocesano desestimó los reparos hechos por Navarro en
contra de la fama de santidad de José Gregorio concluyendo que “la
oposición del prelado no era contra las virtudes del Siervo de Dios,
sino contra su superior monseñor Castillo, porque no podía aceptar que
lo hubiesen nombrado Arzobispo de Caracas, y difícilmente podía
disimular los sentimientos de aversión, molestia y disgusto inspirados
por el hecho de que el nombramiento recayera en monseñor Castillo y no
en él”.
Se franqueaba de esta manera uno de
los más importantes obstáculos puestos en el camino de José Gregorio
para alcanzar la santidad. El 2 de abril de 1964, la Sagrada
Congregación de Ritos al no conseguir más objeciones emitió un decreto
en el que certificaba que no había trabas que impidieran continuar el
proceso.
El 29 de junio de 1969, con motivo
del cincuentenario de la muerte del Dr. Hernández, Roma ordenó la
revisión de sus restos, para entonces el postulado estaba en la fase
final del examen para ser proclamado como Venerable. La revisión debía
efectuarse en presencia de dos médicos, un juez, dos testigos y el Vice
Postulador de la causa.
En aquella ocasión, su tumba
recibió la visita del doctor Rafael Caldera, presidente de la república,
quien llegó acompañado de su esposa y parte del gabinete ejecutivo. El
presidente luego de conversar con el obispo auxiliar de Caracas,
Monseñor José Rincón Bonilla, anunció al país la intención de erigir un
mausoleo en otro sitio del cementerio que sirviera para alojar más
dignamente a los restos del Siervo de Dios.
Aquel proyecto sería finalmente
desechado; a medida que pasaban los años, más y más visitantes acudían a
la tumba. La situación se fue haciendo incontrolable; pese a que en
1970 se colocó una reja techada para impedir el acceso directo de las
personas, igualmente se iban acumulando flores, estampas, placas de
agradecimiento, recipes, exámenes médicos, toda suerte de papeles y
velas, muchas velas. Hasta que ocurrió lo que tenía que ocurrir en
cualquier momento. Se desató un incendio en el lugar. La ocurrencia del
siniestro llevó a que se tomara la decisión de trasladar los restos
mortales a la iglesia de La Candelaria, el acto de exhumación sería
aprovechado para cumplir con el requisito de la revisión ordenada por el
Vaticano.
A las 7:15 de la mañana del jueves
23 de octubre de 1975, dio comienzo el acto que permitiría exhumar los
restos, trasladarlos a su nuevo sitio de descanso y proceder a la
revisión protocolar. La ceremonia se efectuó en forma privada y sin
notificación previa para evitar la natural aglomeración de fieles.
Alrededor de la tumba se encontraban, entre otros, Monseñor José Alí
Lebrún, Monseñor José Rincón Bonilla, el señor René Carvallo quien era
sobrino – nieto del doctor, el doctor Carlos Travieso que fue uno de los
que lo atendió cuando lo llevaron moribundo al hospital Vargas, el
doctor Fermín Vélez quien junto a Travieso participaría más tarde en la
revisión de los restos y el reverendo Luis García, capellán del
Cementerio General del Sur. Como testigos e invitados especiales
acudieron los señores Crisólogo Ravelo y Vicente Jordán, los obreros del
cementerio que en 1939 realizaron la primera exhumación.
Ravelo y Jordán comentaron a los
presentes que la tumba era doble y que en la misma debían estar dos
urnas, la primera, más grande y de madera correspondía a César Hernández
y la segunda más pequeña y de concreto era la del Siervo de Dios. Luego
de remover dos metros de tierra, las palas se toparon con la gruesa
losa de cemento, la misma fue cuidadosamente removida y en el primer
nicho se podía ver el primer féretro, el que pertenecía al hermano de
José Gregorio. La antigua urna de madera se había desintegrado por
completo, pero la parte interna de zinc se halló en perfecto estado, ese
cajón de metal se colocó dentro de una nueva urna de madera que se
había traído desde los depósitos del cementerio.
Posteriormente, los obreros se
dispusieron a abrir la bóveda inferior; al retirar la tapa de concreto
lo primero que hallaron fueron dos latas llenas de tierra, que
pertenecieron a la primera tumba del doctor. Más abajo estaba la pequeña
urna de cemento en la que se colocaron los restos exhumados en 1939. En
ese momento, Monseñor Lebrún rezó el salmo 130 “De profundis clamavi ad
te, Domine” en latín y castellano. Luego la urna fue subida a una
carroza fúnebre que la trasladaría hasta la iglesia de Nuestra Señora de
la Candelaria.
En aquel templo se verificaría, horas más tarde, la inspección canónica y se levantaría un acta que sería enviada al Vaticano.
El 16 de enero de 1986, luego de
aprobar a José Gregorio el ejercicio heroico de las virtudes cristianas
se le otorgó el título de Venerable, antepenúltimo escalón en el largo
camino de la santidad. En los meses recientes ha crecido la expectativa
entre los fieles sobre su posible beatificación debido a que el 25 de
septiembre de 2013 el Papa Francisco manifestó interés por la
aceleración de esta causa.
Facilitadora: Yoladi Lobo